¡VAMOS EN CAMINO!

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Luz Verde. Cambiando mi Mundo...

27 junio 2008

*Psicoanalistas: Artesanos de lo Inefable


Homenaje a Francoise Doltó


“Inefable: que no se puede explicar con palabras”, dicen los diccionarios. ¿Hay entonces un universo más allá o más acá de las palabras? ¿Hay silencios totales o todo silencio implica una palabra que pugna por decirse?Lo inefable. “No se puede explicar con palabras”. Sin embargo, nada más allá del muro del lenguaje. “No hay Otro del Otro”, dirá Lacan.

En todo caso hay un muro que se puede tornar impenetrable durante cierto tiempo: es la muralla que construye el Imaginario que hace circular el código entre el Yo y el otro semejante pero ese mismo muro, análisis mediante, se deja horadar –a pesar de las resistencias que ofrece– por el poder de las palabras plenas.

Como dijo Jacques Lacan hay silenciar y hay callar. Y no es lo mismo. Freud puso énfasis en el silencio de las pulsiones pero cuando estas pasan por el molinete de las palabras, por ejemplo, se tornan demanda a descrifrar.

Francoise Dolto, dado el caso −y comienza nuestro sostenido homenaje en el centenario de su natalicio− era una artesana de lo inefable. Porque ante el silencio o lo callado de un niño, ella –como hacemos y, en gran medida, a quienes fuimos sus discípulos, nos enseñó a hacer– hacía decir lo callado y hacía hablar los silencios.

Este texto no es sin causa. Se produjo a partir de varias de ellas pero destaco una: un comentario escrito por el Lic. Jorge Marincioni. En ese breve texto se refiere a la inoportunidad del psicodianóstico y hace una afirmación que quisiera retomar: “El psicoanálisis no es una psicología”

Lejos estuvo Dolto, entre otros psicoanalistas entre quienes queremos mencionar a Melanie Klein, a Maud Mannoni, a Rosine y Robert Lefort, y muchos otros de realizar los psicodiagnósticos de la psicología. Ni siquiera necesitó tomar como elementos de sus análisis los objetos tradicionales con los cuales, presuntamente, se hace “decir” a un niño. Para ella, dibujos, modelados, y, a lo sumo, “la muñeca flor”, eran suficientes para que la persona infantil dijese y, alguna vez, adviniese el sujeto del inconsciente.

No necesitaba jugar con los niños; en esas sesiones, “se jugaba”, “se jugaban”, las escenas infantiles, las fantasías, los decires, las represiones, las censuras, en fin, el psiquismo de un ser.

Pero adentrémonos en aquello que configura nuestra reflexión. No solo refiriéndonos a los niños sino también con relación a los adultos, se trata del decir, del texto y del con-texto, en el territorio de la transferencia analítica.
Y, ¿por qué no el psicodianóstico? Porque es un modo de anular al Sujeto y cuando se anula al Sujeto se anula la verdad del inconsciente.

El psicodiagnóstico imaginariza que un humano niño es aquello que define: conductas, comportamientos, actitudes, decires, en fin... “Niño, déja ya de joder con la pelota. Niño que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”, como dice el juglar contemporáneo. Y si los niños se desarreglan, se desacomodan, se desajustan, ¡a disciplinarlos! Y para conocer más acerca de que hay que disciplinar, para ello las baterías de tests normativizantes.

Si un niño es enurético y orina fuera de los urinarios –mucho más si es enconprético– es un trastorno, grave “trastorno de la conducta”. Y eso no es admitido. Y es esperable que el humano niño, a partir de cierto tiempo de vida, comience a transitar los urinarios pero si no lo hace hay una causa para ello. Y esa causa debe, necesita, requiere, ser escuchada y develada. Y aquí es donde interviene el analista, ese “artesano de lo inefable” que, por la transferencia, hará su apuesta: a que un nuevo símbolo avance sobre un Real y corra sus límites.

Freud llevó adelante la cura de un niño, “Juanito”, y no necesitó de ninguna técnica psicométrica, es más, debió basarse en el relato que el padre hacía acerca de aquél y, a lo sumo, algún dibujo de Juanito. Y, sin embargo, y a pesar de ello, Juan canceló los síntomas y los padeceres que lo aquejaban en ese tiempo de su historia. Sí, se nos opondrá, tuvo otros análisis en su adultez, y, ¿por qué no? Pero en tanto niño pudo alejarse del pathos que lo aquejaba, ¿por qué? Porque fue escuchado en su peculiaridad y no en el basamento de técnicas que son “para todos”, construyendo la ficción de un universo de individuos tranquilizador para la estadística.

¿Cómo la peculiaridad, la individualidad, el ser de cada quien que no admite réplicas, ni sustitutos, ni “dobles” –salvo casos muy específicos de patologías aisladas– puede hacerse ingresar en mediciones que son para cualquier población? ¿Cómo? Anulando posibilidades, precisamente, de ese ser. Sí, es peculiarmente difícil laborar psicoanalíticamente con los niños. Los niños, sobre todo los más pequeños, son seres del y en el lenguaje, pero aún no se han apropiado suficientemente de él. Sin embargo, nuestra tarea supera ese límite que es un límite que impone lo Real de nuestra prematuración con relación al acceso a lo Simbólico.

Están cargadas de enseñanza las observaciones de Freud con respecto a los procesos crecientes de simbolización cuando el niño arroja y atrae el carretel pero lo acompaña con un par significante: “Fort” y “Da”. Eso que hasta poco tiempo atrás pertenecía, precisamente a un territorio de lo inefable, comienza a ser dicho. ¿Qué dice en lo que se escucha? Ello ya es motivo de desciframiento según la historia particular de ese ser. Pero hasta con ello se intentó hacer una psicología evolutiva que marca que las situaciones y circunstancias humanas deben ocurrir en algún tiempo cronológico. Si así –por antes o después– no acontecen se supone que hay desarreglos.

Los humanos somos “desarreglados”. Es Freud quien lo advierte cuando habla del desarreglo de las pulsiones con relación a nuestro imprescindible ingreso al mundo de la cultura, nunca perfecto, siempre perfectible o, al menos, mejorable. Pero... también le dice a Einstein que todo intento por domeñar las pulsiones agresivas –en este caso– del hombre, será vano.

¿Cómo esperar entonces, que un niño se comporte y se “porte” bien en términos de pulsión?Y sin embargo institucionalmente es lo que se espera. Y cuando hablamos de “institución” no desdeñamos la institución “familia”, más allá de escuelas e institucionalidades más formales.

Al consultorio no nos traen niños “prolijos” ni “educados”, no son traídos niños esperables para la norma, o sea: niños “normales”. Los psicoanalistas recibimos niños que están, precisamente, “desarreglados” en términos pulsionales, en términos de deseo, en términos de eficientismo.El niño sintomatizado no cumple con lo esperable ni de los padres, ni de los docentes, ni de algunos pediatras. Algo le ocurre que no es conforme a lo standard, al ranking, a la normativa.

Hasta Piaget, que nos legó una teorización profunda de corte antropológico, no pudo alejarse suficientemente, y habló de “acomodación, adaptación, asimilación”. Si ello se verificaba el niño iría ascendiendo en una escala de evolutivismo hasta alcanzar los grados de inteligencia acordes a un tiempo que es solo el de los relojes y calendarios.¿Y qué entonces del tiempo del sujeto porque hasta ahora estamos hablando del tiempo de los individuos que ni siquiera se verificaría en tanto tal?Y si decimos “tiempo del sujeto” es tiempo del acontecer, ese momento –y no más– en que el inconsciente (como supo decir Lacan) se abre y expulsa para dejar ser un retoño de verdad del inconsciente.

Se trata de desconocimiento, de teorías imaginarizadas del dominio de la voluntad y la conciencia, de temor, de miedo, a reconocer que no somos los amos –dueños de la totalidad del “nosotros mismos”, que hay una instancia en nosotros que se nos impone. Y al niño también, a ese niño que como tantas veces decía Dolto todos llevamos dentro, todos seguimos siendo.

Pero si toda neurosis –quiso avanzar Freud– es la reanudación de una neurosis infantil, es en la infancia, en el albor de la vida cuando se juegan instancias decisivas.

Entonces se somete –sí, es un sometimiento– al niño en cuestión a pruebas perimidas, algunas de ellas por envejecimiento– por incapacidad de escucha del practicante.

Y si no cumple con la norma es, en consecuencia, un anormal y como tal será tratado. No ingresa en la distribución de la campana gaussiana que implica la normativización y los desvíos. Entonces, al menos, será un “niño desviado” con toda la carga imaginaria que ese apelativo implica.

Claro, Dolto nunca aceptó esta moral aplastante de tranquilización espuria que no se detiene en la psicometría sino que apela a la droga para tranquilizar intranquilos o para concentrar desconcentrados o para hacer entrar en los baremos a los desviados. Ella practicaba una ética; y nada más alejado de una ética que el adocenar, masificar, hacer estadísticas con seres humanos. Pero si algo perturba a la mayoría, o a la moral de turno, hay que disciplinarlo.
Ya lo dijo Mannoni: “Vigilar y castigar”. Si se está atento al desarreglo, las disciplinas –en este caso las de algunas psicologías– están allí para corregir, o al menos dictaminar lo que es necesario hacer entrar en caja.

Entonces, los psicoanalistas no hacemos psicodianósticos. Y sí la dirección de la cura se funda en el síntoma y el síntoma viene a decir la historia de cada quien, impresa en su ser en tanto palabra amordazada que solo espera de una escucha para liberarse. Y los niños se liberan en los análisis lo cual no quiere decir que a partir de allí harán lo que se les dé la gana sino que cumplirán otra cifra de destino posible.

El psicoananálisis no es una psicología afirma el colega Marincioni. Y como todo texto que propulsa pensamiento, nos condujo a pensar cómo y de qué maneras y modos decimos a los responsables de ese niño –sus padres y sus maestros, cuanto menos– qué es el psicoanálisis.

El psicoanálisis es en primer lugar un camino, un método, un tiempo y lugar de la historia, en este caso de un niño, que hará posible, a través de la “artesanía” del psicoanalista –y lo llamamos “artesanía” para no hacer uso de una palabra tan egregia como “arte” pero no porque la artesanía sea un arte menor sino porque en ella está muy presente el hacer de homo faber– que lo inefable se torne escuchable.

Recordamos –con vergüenza de la llamada ajena –a un pseudo psicoanalista, pseudo “especialista en niños”– que se refería a quienes escuchaba en análisis como a “sujetitos”, como si el sujeto del inconsciente creciese de acuerdo a alguna evolución esperada o en la medida de algún crecimiento de su propia práctica.

Muchos practicantes suponen que el “crecimiento” profesional supone comenzar por los más pequeños para llegar a los más grandes. ¡Curiosa mezcla de errores!Dolto siempre sugería que había que comenzar a transitar la clínica con los adultos para, luego y después, escuchar a los más pequeños. Y vale la pregunta, ¿pequeños en qué, en su ser, en su capacidad simbólica, en su posibilidad de advenir sujetos?

El psicoanálisis de un niño no es un juego, si bien algunas veces los niños miman escenas pero en el sentido que lo quiso Freud en “El poeta y el fantasear” y no porque el psicoanalista deba ser allí objeto de ese juego o cómplice del mismo.

Parafraseando el título de un seminario de Sergio Rocchietti, “El des-ser del analista”, no se trata de convertirse en niño para escuchar niños. Se trata de ocupar –y no desalojar– el lugar del analista. Por supuesto que por convocatoria de los niños algunas veces –no muchas cuando se trata de escuchar tanto sus palabras como sus eventuales silencios, también capaces de ser significantes– ingresamos en la escena lúdica pero manteniendo nuestro buen lugar y en todo caso tomando ese ludismo como una metáfora que necesariamente es y como una escenificación de sus fantasías y hasta de sus fantasmas.

Se trata, precisamente, no de volver a ser niños sino del necesario des-ser de nuestro niño histórico para escuchar con el más absoluto y total respeto a ese ser que sufre. Porque el pathos, el padecer, no tiene edad y la angustia, desde que el sujeto del inconsciente se instituye como tal, es una condición de posibilidad de los humanos.

Dolto enarboló “La causa de los niños”. Sí, la causa de los niños que no solo en nuestro entristecido planeta pueden padecer de hambre y de sed, sino de todos aquellos que padecen del hambre y la sed de ser respetados, escuchados en su singularidad y en su eventual padecimiento.

Los adultos, en general, tratan a los niños como si fuesen seres de otra clase, orden, familia, género, especie.

Los niños hemos sido-siendo todos y cada uno. Si esto no se aprehende así, mal irá esa extraordinaria causa de seres que están comenzando a caminar su “destino mortal” pero para los cuales se esperaría que lleguen, alguna vez, por momentos, no más, a “ser felices por vivir”.


*Extraído, Revista El Sigma, Nº 82; Lic.: Ana María Gómez

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